Entre las ramas de los pinos de mi jardín, ha llegado un gnomo de los árboles. Se esconde, inmóvil entre las ramas.
Esta mañana, al asomarme a la ventana como hago siempre, para llenarme los sentidos de vida matutina, vi sus botas transparentes. Estaba allí, inmóvil, los brazos extendidos para aferrarse a la trinitaria amiga de mis pinos. No se ha movido en toda la mañana, allí está ahora, quieto y etéreo para permitirme ver a través de sus limites un cielo algo gris amenazando lluvia.
No sabe que lo veo, aquí donde me encuentro, mimetizada a mi vez tras los cristales de mi gran ventana, inmóvil él, inmóvil yo. Ni él ni yo queremos espantarnos. Él no se mueve, yo no me muevo, pero no dejo de mirarlo mientras escribo.
Un pájaro azul, pasó a través de su panza, y él no se ha inmutado, sigue quieto, afincado sobre una endeble rama.
Que no venga el viento y se lo lleve. Una llovizna dulce cae y moja sus botas. Mientras él resiste al viento y a la lluvia, yo escribo.
Ha parado de llover. Y la lluvia ha desatado las botas de mi gnomo de los árboles. Pero sobre la tierra, abajo, donde antes estuviera inmóvil, me ha dejado un lecho de jazmines. Y un mágico olor a tierra mojada.